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Los
momentos verdaderamente queridos y vividos, son comparables
con los buenos vinos; puede romperse la copa y perderse
el sabor, pero jamás se olvidan |
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Me
invitaron en una ocasión a la ceremonia del té;
fue una experiencia excitante; pero como intenté respetar
las reglas ortodoxas de tal ceremonia, que dicho sea de paso dura
varias horas, me senté en la forma habitual que lo hacen
los japoneses sobre mis pantorrillas- no te cuento que bochorno
pasé al intentar levantarme luego de que mis piernas parecían
dormidas para siempre.
Pero ese no es el caso. Solía agradecer inmensamente cada
vez que Elizabeth (Echi) Berens, me hacía una invitación
a su casa para tomar el té. Por ese entonces ella habitaba
una regía mansión de estilo colonial en una zona
preciosa de la bella Asunción del Paraguay barrio Seminario,
que toma ese nombre porque en las cercanías se halla un
seminario católico, rodeado de un amplio parque con mucha
vegetación, al igual que toda la zona; árboles de
mango, aguacates o paltas, pitas, tayis, lapachos, y otras variedades
que además de brindar frescura con su frondosidad, nos
hacían el regalo de sus frutos y flores.
La
casa estaba rodeada de árboles y bellos jardines, al entrar
a ella uno se sentía invadido por la sensualidad del perfume
de jazmines, producto de las estufitas de esencias, que Echi prendía
con anterioridad, y en las que colocaba los aceites para ser evaporados,
a eso se sumaba sobre las chimeneas –había dos, una en
la sala de recibir, y otra en la sala más grande que hacia
las veces de sala de estar y comedor diario-, velas de todos los
tipos y formas que al estar encendidas otorgaban al lugar un clima
mágico.
Bueno,
también cohabitaban la casa dos cocinas, una amplia con
la presencia de una cocinera y la visita de jardineros y personal
de mantenimiento, y otra -anexada a la anterior- apenas traspasando
una puerta y conectada directamente a la sala, que más
que cocina resultaba un pequeño laboratorio de sensaciones,
con muchísimos frascos y recipientes con todo tipo de condimentos,
hierbas, tés y cuanta salsa o mermelada y conserva de frutas
o verduras se te ocurra (Laboratorio privado de Echi, se me permitió
su uso casi prohibido- en dos o tres ocasiones). Echi en ese tiempo
pintaba sobre seda conservo una corbata confeccionada especialmente
para mí con mis colores- y recuerdo echaba las cartas con
un mazo muy especial de naipes redondos –feministas- producto
de su aprendizaje con chamanas.
El té en sí era toda una experiencia de sabores
y perfumes traídos de sus largos viajes, y producto de
una concienzuda recolección de hierbas en muchas tiendas
especializadas, preparado a veces, en un recipiente transparente
–el cual poseía un deposito especial para las hebras- y
echándole por ensima agua caliente; se mantenía
el calor gracias a una pequeña vela que se hallaba por
debajo; Las infusiones adquirían colores desde el dorado
intenso hasta el rojo escarlata de acuerdo a la mezcla utilizada;
el perfume que invadía las fosas nasales producto de ello
era música para el alma. Los había con canela, con
clavo de olor, con cardamomo, con jazmines, con rosas, con frutas
y cáscaras secas, y miles más; algunos dulces y
picantes, otros suaves o intensos.
El
té en sí tal vez no sea un afrodisíaco muy
potente, pero preparado de esa manera aseguro que es de una sensualidad
exquisita.
Gracias
Echi por brindarme la experiencia de tus conocimientos tanto en
la cocina como en la vida, y por compartir esos té tan
maravillosos que nunca olvido.
El
té de las chamanas
Historia
Un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo
que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra
de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero
luego, sin saber por qué, cambié de idea. Mandó
mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llamaban
magdalenas, que parece que tienen por molde una coquille Sain-Jacques.
Y muy pronto, abrumado por el triste día que había
pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por
venir, me llevé a los labios una cuchara de té en
el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo
instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó
mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
delicioso me invadió, me aisló, sin noción
de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes
de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su
brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándome
de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es
que estuviera en mí, es que era yo mismo Y de pronto el
recuerdo surge.
Ese
sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía
Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión
de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray
(porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa)
cuando iba a darle los buenos días a su cuarto En cuanto
reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tilo
que mi tía me daba la vieja casa gris con fachada a la
calle, donde estaba su cuarto, vino a mi memoria como una decoración
de teatro; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal
hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban
antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer los recados,
y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo.
Y como ese entretenimiento de los japoneses, que meten en un cacharro
de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en
cuanto se mojan empiezan a estirarse, convirtiéndose en
flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así,
ahora, todas las flores de nuestro jardín y las del parque
de Monsieur Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes
del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero
y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando
forma y consistencia, sale de mi taza de té.
POR
EL CAMINO DE SWANN Marcel Proust-
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